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Manolito y la revancha de los emprendedores

 Manolito

“¿A qué se dedica tu papa?” era una pregunta que escuchaba seguido cuando era chico. “Es comerciante”; era mi respuesta invariable. “¿Qué clase de comerciante? Bueno, compra y vende propiedades. Pero ¿qué más da?, es comerciante. ¿Qué importa lo que venda?”

Eso nos habían inculcado en mi casa. Éramos comerciantes. Puede que mi padre antes hubiera comprado pieles en las islas del Delta para venderlas en Rosario o que hubiese hecho y vendido casas prefabricadas en Ecuador.

Pero, básicamente, era lo mismo. Mi madre había vendido cosméticos y ropa. Siempre estaba buscando la forma de crear alguna pequeña empresa y, hasta que se murió, eso fue lo que hizo. Después de más fracasos que éxitos, era sorprendente verla planear la apertura de un nuevo negocio.

Estás leyendo la introducción de mi libro Negocios Locales Oportunidades Globales

Mi abuelo paterno había tenido un almacén y antes un camión con el que hacía fletes. Mi abuelo materno, cuando no estaba tocando el violín, también organizaba las empresas más variadas.  Toda nuestra familia venía de países, regiones o ciudades con una fuerte tradición mercantil, eso lo aprendí más tarde.

Sin embargo, pronto comencé a notar que la palabra “comerciante” no era tan apreciada fuera de mi casa. Lo que a nosotros nos parecía una actividad legítima y valorable; era para otros motivo de vergüenza, burla o rechazo.

Con horror, un día descubrí que si un médico era llamado “comerciante”, se quería decir que anteponía el dinero a la ética profesional. Si un artista era un comerciante, significaba que no tenía respeto por su arte y vendía el talento al mejor postor.

Aparentemente, el mundo era muy distinto de lo que yo había aprendido.

Años más tarde leyendo Mafalda (la tira cómica de Quino), Susanita me explicó, entornando los ojos con suficiencia, que era más elegante ser “empresario” que comerciante. Aunque, lo más elegante de todo era ser “ejecutivo”.

Yo era lo más parecido a Felipe, que soñaba despierto y dejaba la tarea (con culpa); para el domingo a la noche pero, previsiblemente, empezaba a caerme simpático Manolito, el almacenero.

susanita

“Papá, ¿los comerciantes son malos?”. Aunque nunca lo expresé así, me lo preguntaba muchas veces. En el colegio tenía varios compañeros árabes, cuyos padres en muchos casos se dedicaban a la tradicional actividad de comprar y vender telas o ropa.

Noté que en boca de los otros chicos la palabra “turco” iba con frecuencia acompañada de la palabra “comerciante”. Y descubrí que cuando algunos conjuraban esas dos palabras, impostando un supuesto acento del Medio Oriente, se estaban burlando.

Apenas terminada la escuela secundaria comencé a militar en política. Allí, algunos de mis compañeros más radicalizados, solían acusarme de “liberal” y “burgués”. Mi pecado: era el joven gerente de un pequeño hotel familiar.

Mi confusión iba en aumento, pero jamás se me hubiera ocurrido negar los cargos. En su lugar, hice algo más productivo: me fui. Seguí siendo burgués y comerciante y, sobre todo, pensando con libertad.

Cuando comencé a estudiar economía estaba convencido de que había encontrado un sitio seguro. Un campo neutral donde los negocios y la academia se dan la mano.

Yo comenzaba a darme cuenta de que, pese a mi background, en el fondo no era un comerciante. Me atraían más esos objetos que tanto abundaban en mi casa: los libros.

Esto está relacionado: lo que NO DEBES aprender de Donald Trump.

Sin embargo, mientras me dedicaba a absorber con pasión cuanta teoría económica me ponían por delante, me encontré muy pocas veces con ese punto de vista tan familiar que, para mí, era la quintaesencia del sentido común: “de algún modo, todos somos comerciantes”.

Todos estamos intercambiando algo: objetos, habilidades, conocimientos, información. Todos necesitamos cosas que tienen los demás y tenemos cosas que los demás necesitan. Todos podemos crear e intercambiar bienes o servicios que otras personas valoran o quieren.

Esa es la dinámica del mundo, del mundo económico, principalmente. ¿Qué otra cosa si no?

Avanzando a través de una selva de derivadas, integrales y matrices, por fin me encontré con mi mentor. Era austriaco y había muerto hacía cuarenta años, pero desde los libros que había dejado me decía que mi intuición no me engañaba.

Al fin y al cabo, los que importan son los emprendedores, me decía Schumpeter. Los que inventan, producen y venden objetos, más simples o más complejos. No los mega-ministerios planificadores ni un mítico e inasible ente llamado “mercado”. Es gente de carne y hueso que hace cosas para vender. Caramba, eso sí me sonaba conocido.

Schumpeter

Siguiendo la pista de Schumpeter me fui a estudiar a Inglaterra. Ahí vi la punta de un iceberg que pronto iba a llegar estas costas. Vi el comienzo de Internet y charlé con algunos de los primeros empresarios exitosos de la era puntocom.

Escuchaba en clase todos los días el evangelio apasionado que cantaba loas a los empresarios innovadores. Vi el entusiasmo y la energía que los europeos ponían en crear incubadoras de empresas, centros de emprendedorismo, programas de crédito para nuevos empresarios.

Vi como la antigua furia neoconservadora, que había desplazado a la somnolencia dirigista, se acababa de transformar en un animal mucho más doméstico y con mejores modales.

Estás leyendo la introducción. Quizás te interese leer todo el libro

No se hablaba ya de “la disciplina del mercado”, como aún se hacía por aquellos años en Argentina. No se prometía el capitalismo puro y duro, como una especie de medicina amarga, un antiguo aceite de ricino que había que tomar “por nuestro bien”. El mundo se había vuelto mucho más interesante.

Se hablaba de nuevos negocios, de nuevas posibilidades. De satisfacer necesidades. De resolver problemas. De usar la tecnología. De las infinitas opciones que teníamos y de que recién estábamos comenzando. Y en el medio de esta marea de optimismo, de progresismo genuino y de confianza en el futuro, estaba ese viejo amigo: el comerciante.

entrepreneur

Aunque ya no lo llamaban así, yo lo reconocí. Había abandonado el delantal de tendero y vestía el uniforme del Silicon Valley: una camisa polo celeste, jeans y zapatillas. Tenía un celular en la mano y mientras me saludaba, atendía una llamada de México o de Malasia, no lo recuerdo.

Lo reconocí por su forma de hablar: una mezcla de entusiasmo e ingenuidad que era difícil encontrar en las mentes más preclaras de la política y la economía. Cuando hablaba, hacía que todo pareciera tan sencillo que muchos de sus interlocutores se irritaban. “¡Las cosas no son tan fáciles!” le decían.

El solía preguntarse cosas estúpidas como: “¿Por qué no podemos hacerlo?”. Estaba permanentemente desafiando los límites.

Los profesores nos llevaron a verlo pero nos dijeron que desconfiáramos. Tanto entusiasmo era sospechoso. Era el centro de la Nueva Economía, sí, pero en la universidad seguían tomándolo con pinzas.

Podía estar activo en el sector de la tecnología, haciendo presentaciones a clientes y futuros inversionistas, o atendiendo en el bar de bagels que había abierto en el campus. En realidad, era el mismo.

Estaba por todos lados y todos hablaban de él: los políticos, los medios y, ¡ay!, hasta los académicos. Era el viejo comerciante, sólo que ahora lo llamaban “entrepreneur”. De pronto se había vuelto elegante y respetable. Intelectualmente sexy.

Un día se distrajo y sus palabras lo traicionaron. Su acento sonó de pronto vagamente español, y usó algunos giros idiomáticos argentinos. Por si fuera poco, debajo de todo el gel que usaba, los cabellos comenzaron a encresparse y a tomar la forma de un cepillo. Yo me acerqué y le dije en voz baja: “Manolito, a mí no me engañás”. El sonrió, me guiñó un ojo y siguió hablando de nuevos start ups, de equity, venture capital y angel investors.

¡Necesitamos más emprendedores!

Desde aquellos días, los comerciantes han comenzado a tener su revancha. Aunque les hemos puesto otro nombre, depositamos en ellos gran parte de las esperanzas de desarrollo y solución de muchos de los problemas sociales que nos aquejan. ¿Queremos empleos? Necesitamos más emprendedores. ¿Queremos una sociedad más homogénea y menos desigual? Es evidente que debemos crear una gran clase media de emprendedores.

¿Queremos que nuestros países tengan una mayor presencia en los mercados internacionales y aprovechen las oportunidades que ofrece la globalización? Llamen a los emprendedores. Abran oportunidades. Estimulen la iniciativa. Brinden herramientas. ¡Necesitamos más emprendedores!

emprendedor superheroe

Yo sabía que no todos ellos estaban en el glamoroso mundo de la tecnología, pero, sin embargo, la gran mayoría compartía una característica: vendían intangibles. La ropa que ofrecían ahora era más valiosa por el diseño que tenía, los alimentos por el exotismo o la sofisticación y hasta las empresas de Internet construían marcas de gran valor.

Era una economía etérea, donde los insumos físicos pasaban casi a un segundo plano. Habíamos entrado de lleno en la era donde los productos se valoran y se venden por atributos que son difíciles de medir o pesar, pero que hacen la gran diferencia.

Una época donde los átomos suelen ser depósitos apenas decorosos del verdadero valor que se esconde en los bits, la inteligencia o el conocimiento. Una era hecha de diferenciación, de información, de emociones y sensibilidad, de conocimiento y tecnología.

Entonces me di cuenta. ¿No son acaso los intelectuales emprendedores de las ideas? ¿No lo son los consultores y los educadores? La gente cuyo oficio son las ideas y la forma de transmitirlas, ¿no está acaso ofreciendo la mercancía más usada en la economía moderna? El ingrediente que todos emplean en sus recetas. Si vivimos en la era de la información y el conocimiento ¿no somos nosotros simplemente “mercaderes de ideas”?

Un bis inesperado

Sería difícil entender este libro, o el motivo por el que lo escribí, sin conocer la historia anterior. Con frecuencia no se entienden las convicciones de una persona si no se conoce el camino que recorrió. Y son las pasiones (y obsesiones) de esa persona, las que moldean el mensaje que quiere transmitir.

Para eso escribí estas hojas. Están hechas para transmitir y para inspirar. Para transmitir que somos capaces de resolver cualquiera de los problemas (sociales y económicos), que enfrentamos y que el mejor modo de hacerlo es en el marco de libertad y cooperación en el que florece el emprendedorismo.

Para inspirar a los que sean emprendedores y aún  no se hayan dado cuenta. Para abonar y sumar mi grano de arena a este renacer del reconocimiento de la función social del emprendedor. Pero, también, para ocupar a mis anchas ese espacio intermedio que tanto me gusta, entre el mundo de las ideas y el de la práctica. Entre los pensadores y los mercaderes.

Filosofía y bazares

El libro está dividido en tres partes. A la primera parte la titulé La “Filosofía”, no por pretencioso, sino porque es una colección de ideas, ligeramente hiladas, que sostienen el resto de las posturas, sugerencias y puntos de vista.

La primera parte está diseñada para ser una suerte de provocador ideológico, un vehículo que nos lleve del espíritu competitivo (que prácticamente reina solitario desde el Pleistoceno), hacia un espíritu creativo, una posición frente a la vida y la economía que nos permita alcanzar mejores resultados, más fácilmente.

Estoy convencido de que todos actuamos con arreglo, consciente o inconsciente, a nuestras ideas y convicciones más profundas. Las guerras, luchas económicas y enfoques adversariales de la economía que tanto dolor nos han causado, tienen su origen en convicciones que pocos se atreven a poner en blanco sobre negro (y que expongo en esos capítulos), pero la mayoría comparte.

competencia

Sin reemplazar esas ideas no tiene sentido hablar de emprendedores, de economía creativa, de solución a los problemas sociales. Esa visión adversarial de los negocios es la que explica, en gran parte, la mala prensa del comercio y la actividad empresaria.

La primera parte de este libro es un intento (modesto, sin duda), por comenzar a desenredar esa madeja. Un intento por fundar las bases para todo lo que sigue. Una toma de posición.

La segunda parte se llama La Práctica, por razones obvias. ¿De qué otra forma la iba a llamar si contiene ideas y herramientas para emprendedores? Desde el perfil genérico que conviene buscar para un negocio en un país en desarrollo, hasta el proceso por el que se puede buscar y seleccionar una idea de negocio atractiva.

A la tercera parte la llamé El Bazar, por que es precisamente eso: un mercado de casos y ejemplos que inspira, que invita a trazar analogías y a pensar en las formas de adaptar y transplantar modelos de negocio exitosos. Un disparador de ideas, una colección estimulante de empresas y emprendedores originales y, en muchos casos, sorprendentes. Es, quizás, la parte más divertida e interesante. Y el mérito, por supuesto, es de los que crearon esas historias: los emprendedores.

Un sincero admirador

Todo tiene la intención de influir en un sentido positivo. De abrir en algunas cabezas y corazones el apetito por la actividad emprendedora. De sazonar convenientemente las ideas para que resulten más agradables, de brindar algunos utensilios para que ayuden a preparar los platos.

En última instancia eso es lo que hago, ofrezco algunas recetas y material de cocina con la esperanza de que sean útiles para alguno de los miles de cocineros (actuales o futuros), que existen y puedan toparse más o menos casualmente con este libro.

Lo hago porque, en definitiva, no sólo soy un tendero de ideas, sino un admirador devoto de todos esos cocineros que nos han alimentado desde que decidimos dejar de ser monos: los emprendedores. Los que inventaron la rueda y el primer carro. Los que fabricaron el primer automóvil y el último.

Los que fundaron todas las ciudades del Mediterráneo y protegieron a Leonardo y a los demás artistas del Renacimiento. Los que construyeron Venecia y financiaron a Marco Polo. Los que inventaron el avión y la luz eléctrica. Los que nos vistieron, alimentaron y transportaron durante siglos. Los que nos permiten comprar y vender por Internet y los que se encargan de que cada mañana haya pan.

Todos.

mercado en venecia

Hay épocas de mayor o menor popularidad social para la actividad emprendedora. Esta parece ser de las buenas, una época próspera. Hay muchas expectativas, sin embargo, y quedan muchas cosas por mejorar. Aún estamos recorriendo la primera parte del camino

De todas maneras, en mejores o en peores épocas, el fuego nunca se extingue. Aunque por décadas o por siglos haya sido una actividad sospechosa, los emprendedores siguen surgiendo. Todos los días. Gente buena y de la otra, como en cualquier profesión.

Me pregunto que dirán mis hijos cuando les preguntan en la escuela: “¿a qué se dedica tu papá?” Es improbable que digan “es comerciante”. Sin embargo, me deja tranquilo saber que están libres de prejuicios.

Mi hijo de 8 años suele recolectar piedras de colores en las sierras para vender luego en un pequeño puesto en la puerta de mi casa y mi hija de 5 vende pulseras que ella misma fabrica. Uno de sus primeros juegos, cuando tenían no más de tres años, era simular que atendían un comercio donde vendían las mercaderías más insospechadas: alimentos de plástico, piezas de juguetes y nueces del jardín.

Sé que pese a ello, quizás en el futuro se dediquen a cualquier otra cosa, al periodismo, la abogacía o el tenis. No importa. Me gusta pensar que, en el fondo, tienen algo de emprendedores. Es una forma de imaginarme que la tradición perdura.

Aquí puedes acceder a todo el libro