Si en el mundo hubiese un solo DNI numerado por cada habitante vivo, el de Danica llevaría el número 7.000.000.000. La niña filipina nació el último domingo de octubre y Naciones Unidas la eligió como símbolo del nuevo escalón poblacional que alcanzó la humanidad.
La noticia, que recorrió el mundo casi instantáneamente, sirvió para que diéramos rienda suelta a nuestros temores sobre el futuro. Somos 7000 millones: ¿tendremos suficientes recursos naturales para todos? Al contrario de lo que piensa una buena parte de la humanidad, creo que el hecho de haber llegado a este nivel de población podría ser algo promisorio y no un motivo para asustarse.
En poco más de una década el mundo ha incrementado su población en mil millones de habitantes. Los retos que enfrentamos son evidentes. La sensación generalizada es que deberíamos enfocarnos en conservar lo que aún nos queda de recursos naturales. Ese parece ser el nombre del juego: conservar. Conformarnos con lo que nos queda y tratar de administrarlo y repartirlo con justicia. En suma, las perspectivas de Danica y de toda su generación no son muy brillantes que digamos.
Esta forma de pensar tiene un supuesto subyacente: lo que determina el grado de bienestar de nuestra especie es la cantidad de recursos naturales de que disponemos. Es decir, para vivir bien, si somos más, necesitamos más recursos. ¿No es así? No, no es así. De hecho, es extraño que aún pensemos así. Si algo hemos aprendido en los últimos 60 años de investigación en economía, es que nuestro grado de desarrollo y nuestro bienestar dependen mucho más de nuestra tecnología que de la cantidad de recursos naturales con que contamos.
La utilidad y el valor de muchos recursos (como el petróleo, por ejemplo), dependen de la tecnología que les dio un uso. Del mismo modo, en el futuro podrían perder ese valor, a favor de otros recursos que la nueva tecnología necesite. En castellano: el petróleo vale porque existe el motor de combustión interna. El día que se generalice otra tecnología que no lo requiera perderá gran parte de su valor.
Por otro lado, la cantidad “usable” de un recurso también depende en gran medida de la tecnología prevaleciente (de su potencia y de su costo). Por ejemplo: ¿nunca se ha puesto a pensar cómo es que nos hemos obsesionado con la futura escasez de agua en un planeta cuya superficie es dos terceras partes agua? Aparentemente a pocas personas se les ocurre pensar que el asunto más relevante es cómo abaratamos las tecnologías para desalinizar el agua de mar, no como nos matamos por la propiedad de los ríos.
La mayoría de los problemas materiales de la humanidad se relacionan con el grado de madurez y, consecuentemente, el costo y viabilidad económica, de alguna tecnología o grupo de tecnologías. ¿Energía? ¿Alimentos? ¿Agua? ¿Residuos? ¿Contaminación? Todo tiene una (o más de una) solución técnica, aunque esté apenas en etapa de desarrollo.
Si el pasado nos sirve de algo para predecir el futuro, las conclusiones a las que podemos arribar son muy diferentes al pesimismo global que impera hoy. En el último siglo el mundo ha doblado la expectativa de vida, reducido en tres cuartos la mortalidad infantil y multiplicado por nueve el ingreso per cápita. Al mismo tiempo hemos superado predicciones catastróficas de organismos de gran reputación (como en su momento fue el Club de Roma), que aparecen repetidamente, del mismo modo que las predicciones del fin del mundo de ciertos clérigos que nunca escarmientan.
Ahora bien, ¿qué es lo que nos ha permitido superar todos estos desafíos en el pasado? ¿Qué es lo que nos ha dado esa capacidad de encontrar soluciones a los problemas que nos plantea nuestro propio crecimiento, y hacerlo de un modo que no sólo nos permite sobrevivir, sino mejorar nuestro nivel de vida?
Matt Ridley (de quién hablé en una columna anterior), es un autor de divulgación científica que ha dedicado la última década a reunir y presentar la información científica que existe sobre este tema. De su trabajo se deduce que estudios de disciplinas tan dispares como la antropología, la economía, la historia o la biología, apuntan a una misma conclusión.
Lo que permite el progreso tecnológico y económico no es la brillantez de la mente de unos pocos individuos geniales (a quienes sin dudas debemos mucho), sino la capacidad de la “mente colectiva” de la humanidad. Lo que hoy llamaríamos creación colaborativa. Puesto en otras palabras, hay una correlación significativa entre el intercambio de ideas, perspectivas e información que existe en una determinada sociedad y su nivel de desarrollo tecnológico y económico.
Esto, entre otras evidencias, se puede observar en el hecho de que las ciudades y países que fueron más adelantados en sus épocas, fueron también grandes concentraciones de población y tuvieron un fluido y vibrante intercambio comercial con otras ciudades y países. Desde la antigua Uruk en Mesopotamia (3.200 A.C.), que albergó en su momento a más de 50.000 almas, hasta las modernas capitales del mundo desarrollado, pasando por las ciudades del Renacimiento italiano. Todas las regiones prósperas han sido grandes núcleos humanos que desarrollaron un intenso intercambio comercial (y de ideas), con otras regiones.
Si esto es así se podría decir que una población abundante y bien conectada serían buenas condiciones iniciales para un desarrollo tecnológico y económico exitoso. Por lo tanto, un mundo de 7.000 millones de almas, con comunicaciones digitales y físicas que no paran de mejorar, podría no ser algo tan malo. Crece nuestra población y nuestra presión sobre los recursos naturales, es cierto, pero al mismo tiempo crece también nuestra mente colectiva. Nuestra capacidad de dar respuesta a los dilemas y desafíos del crecimiento. Del equilibrio que alcancen estas dos fuerzas depende el futuro de nuestra especie.
¿Qué le espera entonces a Danica, la bebé Filipina? No lo sabemos a ciencia cierta. Pero sí podemos decir que un mundo con más gente y mejores comunicaciones significa también más y mejores soluciones para los problemas que irán sin duda apareciendo. En mi opinión, aunque tengamos grandes desafíos por delante, esa no es una mala perspectiva.