Hace cinco siglos los Mayas, una de las civilizaciones más adelantadas de su época, producían entre 50 y 100 kilos de maíz por hectárea. Hoy, un productor promedio argentino obtiene entre 10.000 y 15.000 kilos en la misma superficie.
No es poco lo que hemos avanzado, teniendo en cuenta el elevado grado de desarrollo científico y tecnológico que había alcanzado este pueblo. Los Mayas usaban ya en el llamado Período Clásico (años 200 a 900) un sofisticado sistema numérico vigesimal. Se han hallado registros que detallan cálculos de centenares de millones y registros de fechas tan largas que se necesitaban varias líneas para escribirlas.
No sorprende, ya que aparentemente fueron ellos los primeros inventores del número cero, cuyo uso fue documentado en el año 36 AC. Agudos observadores del cielo, su dominio de las matemáticas y la astronomía les permitió describir el movimiento de la luna y los planetas con igual o superior precisión que cualquier otra civilización antes del descubrimiento del telescopio.
Pero además de astronomía, matemáticas y arquitectura, los Mayas contaban también con avanzados conocimientos para la producción de alimentos. Existen evidencias de la existencia de campos de siembra permanentes, conectados a través de redes de canales para riego, y de la producción en terrazas. Algunas evidencias arqueológicas sugieren que el maíz, la mandioca, el algodón y el girasol eran regularmente cultivados.
Sin embargo, a pesar de todos sus avances y del esplendor de su ciencia, quinientos años no pasan en vano. Nuestra tecnología para la producción de alimentos ha seguido el mismo camino que las ciencias y la cultura: un avance como no habíamos conocido antes en la historia humana.
Volviendo al caso del maíz, los niveles de producción actuales equivaldrían, con las viejas técnicas de producción, al cultivo de una superficie entre 150 y 200 veces mayor. El progreso tecnológico ha generado el mismo efecto que si se hubiera multiplicado por 200 el número de hectáreas cultivables. En términos productivos, tenemos una tierra 200 veces más grande.
Al ritmo que avanza la biotecnología y la tecnología agropecuaria no es descabellado pensar que en algún futuro próximo alcancemos rendimientos 200 veces mayores a los actuales. De hecho, esa podría ser nuestra meta.
Con una población creciente y tierras cultivables que no aumentan al mismo ritmo, ¿qué otra perspectiva sería más lógica? ¿De qué otro modo alimentaremos a una población que crece exponencialmente, sin tener que sacrificar para ello el bosque tropical?
Este es, posiblemente, uno de los mayores desafíos del mundo contemporáneo y nos toca muy de cerca: somos uno de los principales productores de proteínas vegetales del mundo. Nuestro lugar en la economía global depende en buena medida de cuánto multipliquemos nuestra eficiencia. ¿Qué empresas desarrollarán y proveerán esa tecnología a los productores locales? Todo hace pensar que ciencia y alimentos generarán negocios cada vez más importantes. Esta vez no nos puede tomar 500 años.
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