Lo había iniciado en 1907 o quizás a fines de 1906. Pablo Picasso llevaba siete años en París y estaba pintando un cuadro que cambiaría la historia del arte. A comienzos del verano y luego de un proceso salpicado de dudas y contramarchas, el joven pintor malagueño finalizó su obra a la que pronto llamaron “El Burdel Filosófico” o simplemente “El Burdel”, dado que sus protagonistas estaban supuestamente inspiradas en las mujeres de un prostíbulo barcelonés de la calle Avinyó. Una vez revelada al público y luego de un fuerte rechazo inicial, la pintura se fue ganando el reconocimiento unánime de críticos y coleccionistas, y la imitación de una legión creciente de pintores. Fue llamado finalmente “Las Señoritas de Avignon” y con él Picasso había dado el primer paso, a los 26 años, en la creación del cubismo.
Dado que tendemos a asociar a la innovación con jóvenes genios revolucionarios como Picasso y tempranas obras maestras como El Burdel, se nos hace difícil, en general, pensar en nosotros mismos como personas creativas. Existen infinidad de personajes e historias como la anterior, que parecen ponernos una vara excepcionalmente alta para considerarnos innovadores. Después de todo, si es que no hemos hecho nada verdaderamente diferente y creativo con nuestras carreras a los 26 años, es porque lo nuestro no es la innovación. ¿No es así? No, en realidad no es así.Seguir leyendo mi columna de hoy en La Nación.