Cuando algún blogger amigo pone un vínculo a este sitio lo más probable es que no lo titule “El Economista en Piyama”, sino “.. en Pijama”. Lo mismo sucede con las búsquedas en Google, la mayoría busca “pijamas”.
¿Porqué sucede esto? Simple: porque nadie dice (ni escribe) piyama, salvo los argentinos… y los catalanes.
Hace poco aprendí que ellos escriben “pijama”, pero pronuncian igual que nosotros. De hecho, parece que el orden es al revés, nosotros lo pronunciamos como ellos. Lo del “piyama” (como lo del “pito catalán”), es una herencia catalana que tenemos los argentinos.
¿Que dónde aprendí algo tan importante como esto? En el blog de Hernán Casciari. Y esta es la historia completa:
El piyama y el pito catalán
por Hernán Casciari
Hasta hace una semana Cataluña y sus costumbres me importaban un carajo, pero ahora que tengo descendencia nativa me estoy empezando a interiorizar por esta raza. Y he descubierto algo increíble: los argentinos hemos recibido de esta gente dos herencias fundamentales: la forma de pronunciar piyama y el pito catalán.
El “pito catalán” es un gesto que consiste en poner el pulgar en la punta de la nariz, mientras que con los restantes dedos se imita la ejecución de un clarinete.
Este ademán (que extrañamente en Cataluña no se llama pito catalán sino “pam-i-pipa”) a los argentinos nos sirve para dar a entender un sinfín de cosas, como por ejemplo “a pesar de lo que digas voy a hacer lo que se me antoje” si se lo hacemos a un adulto, o “necesito hacerte reír y no se me ocurre cómo” si se lo hacemos a un niño de corta edad.
La pronunciación de la palabra pijama, finalmente, es la segunda herencia notable que he descubierto. En Barcelona y alrededores la jota tiene el mismo sonido que nuestra “ye”, por lo que Cataluña es el único país latino (además de Argentina) donde al piyama se le dice como dios manda: “pishama”, en vez de pijama, que suena tan feo y provocador.
Y justamente por culpa de esta semejanza fonética no he podido librarme aún de la frase “¡ni se te ocurra salir afuera con piyama!” que en la adolescencia me taladraba mi madre y que, con el correr de los años y a pesar de la madurez, debo escucharle a mi mujer todas las benditas noches.
La conversación siempre ha sido idéntica, no importa si con Chichita en el pasado o si con Cristina en el presente, y empieza así:
—¿A dónde vas?
—A comprar cigarro.
—¿A las tres de la mañana? Pero si está todo cerrado —las mujeres, no importa su nacionalidad, olvidan siempre que existen las estaciones de servicio; y en el momento exacto en que uno manipula el picaporte, llega la frase temida:
—¡Ni se te ocurra salir afuera con piyama!
Vengo escuchando la misma cantinela desde los catorce años. Es increíble. Y desde esas fechas respondo lo mismo:
—¿Qué querés, que me ponga el esmoquin? No voy al baile, voy a buscar cigarro.
—A mí no me importa si vas al baile —dicen, y ahí llega el error femenino más tremendo de la historia:— la que pasa vergüenza es una.
Personalmente no entiendo por qué las mujeres (llámense madres o esposas) tienen esa tendencia a pensar que la gente por la calle, al ver a un ser humano en piyama, piensa: “Ay, qué vergüenza estoy sintiendo por la madre o esposa de ese muchacho”. ¿No es absurdo?
Si yo veo a un tipo con piyama por la avenida, como mucho pienso que salió a buscar cigarro y que no tenía ganas de vestirse, o que es el loco del pueblo que está tomando el fresco. ¡Pero jamás pienso en la madre o en la mujer del pobre cristiano!
Por supuesto, como el que lleva los pantalones en la casa soy yo —aunque sean pantalones con elástico y de algódon—, antes de salir a la calle (porque salgo igual) le hago a Cris un bonito pito catalán.
Porque lo que tienen de bueno los catalanes, además de inventar el piyama, es que inventaron también la forma de despedirse de las madres y de las esposas cuando uno sale a la calle en piyama. Y a mí me gustan estos países europeos que lo tienen todo tan controlado.