¿Cuál es la escena más frecuente cuando un niño llega a su casa con el boletín de calificaciones? Sus padres lo examinan, nota por nota, y finalizan dando el veredicto.
“En tal y tal materia estás bien. En tal y tal otra hay que mejorar”. A todos nos lo han dicho. Esta evaluación es parte de una pedagogía que tiene una apariencia inocua y hasta lógica, pero tiene consecuencias futuras negativas para la forma en la que abordamos nuestras carreras.
La idea es que en aquellas cosas o áreas “en las que estamos bien”, no hay nada que hacer, más que disfrutar de los elogios. En cambio en aquellas en las que no alcanzamos la nota exigida (las que más nos cuestan), son aquellas donde debemos poner el foco y mejorar.
El sistema educativo es un ecualizador de habilidades que hace muy poco para que se exprese el genio de nuestros hijos. Todos debemos tener el mismo nivel de aptitud en matemáticas, literatura, biología o artes plásticas.
No es extraño que aquellas personas que tienen luego una vida en la que se destacan en cualquier ámbito profesional, artístico o deportivo, tengan también una frondosa historia de rebeldías escolares. Nunca se adaptaron ni quisieron adaptarse.
¿Tiene sentido exigirles eso a los niños? ¿Qué sean igualmente buenos en todo, cuando sabemos que naturalmente tienen inclinaciones marcadas y diferentes entre ellos?
¿Tiene sentido que le exijamos a un Vargas Llosa que sea bueno en matemáticas o a un Stephen Hawking que escriba buena poesía?
Esto está tan incorporado en nuestra educación que es un patrón que ya no notamos. Fue parte de nuestra educación y ahora lo repetimos con nuestros hijos. Aunque para ellos pueda significar disminuir significativamente sus posibilidades de éxito.
No les enseñamos lo que deberíamos: a reconocer cuál es su perfil, cuáles son sus habilidades, y no los estimulamos como deberíamos a concentrarse en ellas, para aumentarlas aún más y organizar sus vidas alrededor de ellas.
En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, Vargas Llosa comentó en tono de confesión, que su esposa le decía a menudo “Mario, tú para lo único que sirves es para escribir”. Lo cual es cierto, por supuesto. Lo bueno es que él también lo sabe y no reniega de eso. Al contrario le ha dedica su vida a seguir perfeccionando su arte, aun cuando las necesidades económicas lo obligaban a desarrollar algún trabajo para el cuál, obviamente, no era ningún genio.
La clave del éxito en la vida la tienen aquellos que lejos de mejorarse donde han tenido notas bajas, se han concentrado en aumentar aún más sus notas que ya eran altas. Que han aprendido y se han perfeccionado hasta límites insospechados en lo que ya sabían que eran buenos, lo cual siempre coincide con lo que más nos gusta hacer. Y que han confiado y dependido de otras personas para hacer todo aquello que no saben o no les gusta hacer.
Por supuesto, no todos los niños tienen una vocación tan clara como un temprano atleta o un músico o escritor precoz. Más aún, como padres sentimos el temor de que esa habilidad o vocación no sea suficiente para dale una vida económicamente confortable.
Pero aquí es donde importa definir qué es lo que saben hacer mejor nuestros hijos, no en términos de profesiones (escritor, médico, abogado, arquitecto), sino en función de perfiles.
Perfiles que son sicológicos, pero que tienen una traducción económica directa. Que se vuelven una forma de trabajar, de ganar dinero y de crear valor para los demás, haciendo lo que más les gusta.
Definida de esta forma, la vocación es algo mucho más flexible y cuenta con muchísimas más posibilidades de tener aplicaciones económicas que nos lleven al éxito. Económico y personal.
Cuál de los ocho perfiles tienen nuestros hijos es la información que nos permitirá orientarlos en el desarrollo de sus carreras, fortaleciendo y obteniendo beneficios de sus habilidades naturales y superando sus debilidades a través de las personas con las que se asocian.
Es el mapa de ruta para una vida. Cuanto antes se obtenga, mejor.