No sé si me sentía exactamente un náufrago, pero sí sé que apenas cerré la puerta me sentí increíblemente solo. Acababa de asumir un cargo político (Secretario de Producción) y había llegado a mi oficina, absolutamente limpia y despojada de nada que no fuese la computadora.
Cerré la puerta para pensar un poco. Toda la confianza que tenía para llevar adelante el trabajo en un ámbito (el político), en el que tenía una experiencia igual a cero, se desplomó en un instante. Fue como escuchar el silbato del árbitro dando comienzo al partido y yo volví a hacerme la misma pregunta de siempre: ¿por qué me metí en esto?
Me acompañaban muy pocas personas que sabía capaces y eran de mi confianza, pero al personal del área no lo conocía en absoluto. Como era una persona relativamente conocida llegaba en medio de altas expectativas y yo mismo había contribuido a subir considerablemente la vara al explicar, en cuanto medio de comunicación tuve a mano, lo que yo creía que debía hacerse. Todo ese peso me cayó en los hombros de un solo golpe cuando me quedé solo por primera vez en el despacho. No sé si era pánico, pero les aseguro que no era tranquilidad. Creo que en ese momento me decidí por emplear la estrategia del náufrago.
Por supuesto que en ese momento yo no la llamaba así ni me parecía un tipo de estrategia particular. Simplemente actué de la mejor manera que encontré para alcanzar los objetivos que nos habíamos propuesto. Pero el hecho es que funcionó muy bien.
Cuatro meses después habíamos logrado que se radicara una empresa que prácticamente inició una industria en la ciudad (la de los contact centers bilingües), que creó 1500 empleos de la noche a la mañana, sin ofrecerle ningún beneficio o subsidio, habíamos acordado con una multinacional informática el mayor programa de desarrollo de proveedores hasta ese momento y el primero en el país, a costo total de la empresa, y habíamos lanzado el primer programa masivo de capacitación técnico y en idiomas para el personal de la Secretaría, a costo total de la institución educativa que lo proveía, entre otras cosas.
¿Qué es, entonces, la estrategia del náufrago? Algo que para muchos es una verdad de Perogrullo, pero para otros es un descubrimiento: a la hora de la verdad, por más formación que uno tenga, libros que haya leído o seminarios a los que haya acudido, lo único que se tienen son desafíos y recursos. Nada más.
Nada de conceptos o teorías. Ni métodos de moda ni palabras en inglés para impresionar. Sólo hay dos cosas: problemas y cosas con qué solucionarlos.
Un náufrago tiene unas cuantas necesidades, las más básicas de las cuáles son las usuales: comida, techo, seguridad. Y cuenta sólo con lo que tiene a mano para sobrevivir: restos del naufragio, plantas, frutos, piedras, lo que sea. Para mí la situación en un nuevo trabajo es similar.
Los desafíos comienzan el primer día y hay que ir dando respuestas. Nada de lo que hayas estudiado te prepara perfectamente para esos momentos. Todo sirve, pero nada es la solución total.
En nuestro caso, las tormentas en la “isla” fueron numerosas y desde el primer día: desde boicots de los empleados (que en algunos casos no tenían la costumbre de presentarse a trabajar y tomaron a mal la sugerencia de que era un buen momento para comenzar), hasta operaciones políticas y de prensa en contra.
Algunas de las anécdotas son hasta cómicas, vistas con perspectiva, aunque en el momento no lo fueron para nada. Un día recibí al vicepresidente de IBM en el país, que venía para discutir un plan de trabajo. Bajé las escaleras para recibirlo personalmente y para acercarme a él tuve que saltar a un perro que dormitaba plácidamente al pie de las escaleras.
Más tarde me enteré que el perro de la calle (o “perro comunitario”), era una especie de mascota de la dependencia y que los empleados le permitían dormir adentro e incluso deambular por el edificio durante el día. Nada de que horrorizarse, me dijeron.
En mi oficina, en el primer piso, nos recibió, por la ventana abierta, una bandada de moscas de tamaño considerable que se negaban a irse y que me obligaron a cerrar las ventanas y prender el aire acondicionado hasta congelarlas. ¿El motivo? Un grupo de 50 gatos (sí, cincuenta), que vivía en lo que debía ser el estacionamiento del edificio, que estaba inutilizado. El olor al ingresar al edificio en verano era el de un feedlot de animales pequeños.
Tampoco era para preocuparse, me avisaron, ya que además era imposible desalojar los gatos, debido a que la esposa de un funcionario era quién los alimentaba y amenazaba con acciones públicas a quién osara sacarlos de ahí.
Estas pequeñas anécdotas, más para Macondo que para una ciudad real, eran cosa de todos los días. A eso había que sumarle amenazas de empresarios que temían ver en riesgo algunos privilegios comerciales, fondos bloqueados por “errores” de empleados que se sentían perseguidos por tener que cumplir horarios y hasta reuniones familiares en la antesala de mi despacho, en horarios en que suponían que yo ya no iba a regresar.
El punto es: ¿de qué me servían las teorías de management o los modelos de “desarrollo local” en esas situaciones? La verdad es que para poco. No me malinterpreten, es esencial saber hacia dónde se dirige uno y tener un marco de referencia para ordenar el trabajo, una estrategia. Y la tuvimos. Pero la batalla se dirime en la táctica, día a día, y para eso sirve más la experiencia práctica que las teorías.
Y si no se tiene experiencia práctica, mientras se la consigue hay que hacer la del náufrago: creatividad y determinación.
¿Cuáles eran nuestros recursos en esa situación? Relaciones y contactos. Personas con recursos, empresas y buena voluntad que querían ayudarnos a hacer un buen trabajo. Algunos recursos económicos, la “chapa” (credibilidad o autoridad) para poder hablar con cualquiera: desde el presidente de una gran empresa hasta un embajador.
Si tuviera que generalizar esta situación diría que al comenzar un nuevo trabajo o proyecto uno tiene que pensar cuáles son sus recursos, dentro de esta lista:
- Qué recursos económicos manejo (lo más obvio).
- Qué recursos económicos no manejo directamente pero puedo orientar su uso (menos obvio, son presupuestos de otras áreas a quiénes puedo solicitar servicios o tareas).
- Con qué personas cuento (lo más importante). Quiénes son los más valiosos. Quiénes son los más confiables. Qué perfil tiene cada uno y en qué posiciones brillan más. Recuerden: no todos juegan en el mismo puesto. A menudo un jugador está subvalorado solamente porque lo hacen jugar en un puesto que no es el suyo. Conozcan a sus jugadores.
- Relaciones con que cuento. Personas en quién confío y que confían en mi (o puedo lograrlo con el tiempo). Esto aplica dentro y fuera de la empresa.
- Información. Registros o personas que contienen información valiosa. Por ejemplo, oportunidades latentes para crear valor que no se han aprovechado por algún motivo que es solucionable.
Diría que estos son, para mí, los más relevantes, aunque es difícil hacer una lista que sea exhaustiva. En cualquier caso, en mi opinión las personas son el punto más importante, por lejos.
Volviendo a mi caso personal, con el tiempo y en otros trabajos (incluso el actual), se repitió la historia: la sensación al entrar a un despacho nuevo, la soledad, la presión, las expectativas, la escasa experiencia (tiendo a meterme en lugares donde nunca había estado antes), y finalmente el tirar buena parte de las teorías por la borda (y quedarme con lo que me servía), para resolver los desafíos con todos los recursos que tengo a mano. Tampoco me ha ido mal. Errores he cometido miles, pero el balance me da positivo.
Puede parecer extraño, o al menos paradójico, que alguien que ha trabajado gran parte de su vida como profesor o capacitador, diga algo como esto. Pero más allá de que puedo volver a aclarar que no se trata de hablar en contra de las teorías o del management, sino realzar el valor de usar creativamente y con total libertad los recursos de que se dispone, prefiero aprovechar la oportunidad para verle el lado positivo. Pensar de este modo no es devaluar la teoría, es poner la fe en la capacidad de cada persona de atender a los desafíos que se le presentan, con lo que tiene a mano.
Cuando la vida nos apura un poquito, cuando nos pone en algún aprieto, cuando nos exige más de lo que estamos acostumbrados, es cuando sale lo mejor de nosotros. Todos tenemos la capacidad de lidiar con esas situaciones, si las enfrentamos con la mentalidad de un náufrago. Tengo que comer, no tengo que impresionar a nadie. Tengo que hacerme un refugio, no perder tiempo en excusas. Tengo que salir de esta isla, no desarrollar un lindo modelo.
Eso se logra con determinación y pensando libremente y con flexibilidad cuál es la mejor solución para cada desafío. Un náufrago sólo hace dos cosas: se pone a resolver problemas, inmediatamente después de haberse preguntado: ¿cómo fue que me metí en esto?