Creo que fue en el Mundial de 1994. El Narigón Bilardo trabajaba como comentarista de una cadena de televisión que transmitía los partidos desde EEUU. En la cancha un equipo acababa de ser eliminado por penales y mientras el relator simplemente hablaba del partido recién finalizado, el Narigón estaba muy interesado en otra cosa.
“Miren esto”, comenzó diciendo, mientras los jugadores del equipo perdedor se quedaban congelados, en cuclillas, mirando al piso. Sin fuerzas para moverse, agobiados, superados por la emoción. Varios estaban llorando. “Esta es la cara de la derrota. Es la contracara de la victoria . Esto significa perder. Hay que tenerlo muy en claro. De un lado festejan, del otro están destrozados”.
Entendí en ese momento que su objetivo era que el público entendiera lo que para él había sido su motor, su motivación para competir. La victoria es tanto más dulce en cuanto nos aleja de la derrota y de su sufrimiento. Hay que querer ganar, siempre, porque si no se está del lado de los que ganan, se está del lado de los que sufren. En cuclillas y llorando.
En fútbol esto es cierto, obviamente. El problema aparece cuando queremos aplicar esta filosofía a la vida, en general. Creo que a todos nos gusta trazar paralelos entre el deporte y la vida, aunque a veces vamos demasiado lejos. Estamos convencidos de que no sólo hay que sacrificarse y esforzarse para ganar, sino que para que ganemos nosotros necesariamente tienen que perder los otros.
Ganadores o perdedores. Predadores o presas. Hay que elegir un bando.
En un Mundial, por ejemplo (o en la última Copa América), yo rezo porque que gane la selección de mi país. Y en esto no voy a impostar una pose racional o relajada. Mi mujer y mis hijos saben que cuando veo un partido de Argentina no tienen que asustarse por los gritos. Por supuesto, entiendo que para que Argentina gane el resto de los equipos tienen que perder, es decir, no salir campeones. Incluso, de alguna forma, la alegría de la victoria está dada por la estatura del rival.
En el deporte, lamentablemente, somos rivales. En la vida, sin embargo, no tenemos porqué serlo. La sociedad no tiene porqué funcionar con esa lógica amigo-enemigo. Ganador-perdedor.
A veces nos creemos que sí. Transpolamos las reglas del deporte (o peor, de la guerra), a la vida real y nos equivocamos. Por ejemplo, organizamos la economía y los negocios de manera que mi triunfo tenga como requisito tu derrota, y viceversa. Para la mayoría de la gente esto es lo normal, lo natural.
Es ahí cuando el mundo se divide prácticamente en dos bandos. La gente “de derecha”, que dice “es así y está bien que sea así. Es la naturaleza de las cosas”. Y la gente “de izquierda”, que detesta el sistema porque cree que requiere siempre que alguien pierda. Pero todos comparten que así es como funcionan las cosas.
Todo esto es lamentable y además es ridículo. Para que uno gane en la vida no es necesario que nadie pierda. De hecho, la lógica del intercambio, del comercio, es exactamente la opuesta. Si yo tengo algo que vos apreciás y puedo darte y vos tenés algo que yo aprecio y podés dármelo, ambos ganamos. Ese es el requisito para que haya transacciones repetidas.
Esa es, también, la historia del progreso humano. Hay dos grandes fuentes para el progreso económico: la innovación y el comercio. Lo que aprendemos a hacer (el cambio tecnológico, la innovación) y el intercambio de eso que sabemos hacer (el comercio). Y ambos, además, están relacionados.
Por el contrario, cuando no existe beneficio mutuo, cuando “le gano al contrario”, la repetición de la transacción no se va a dar. No va a querer repetirla. O al menos repetirla va a depender de que no tenga alternativa, por algún motivo, o de que yo pueda obligarlo de alguna manera a hacerlo. Obligarlo a perder.
Es una mentalidad pésima e ineficiente.
Mucho más fácil y más beneficioso es hacer una transacción en la que el otro gane y por lo tanto tenga tantas ganas como yo de repetirla. Una y otra vez. Y en cada transacción nos beneficiaremos los dos. ¿No es más lógico?
Siempre me pregunté de dónde sale esa locura de tratar de controlar y someter al otro. Alguna vez planteé la teoría que más me convence de porqué sucede esto: la pesadilla de la suma cero.
Esto no quiere decir que la competencia no exista. Existe, por supuesto. Y como economista me encanta que exista. Pero la competencia es simplemente permitir más opciones. Dejar que el cliente pueda elegir libremente entre una miríada de productos el que mejor satisface sus necesidades. Sin opciones no existe la libertad.
Para los emprendedores eso también significa tener la libertad (y la necesidad) de encontrar eso que los clientes desean o necesitan y que ellos pueden hacer mejor que nadie. Es un juego de “matching”, de encontrar tu correspondiente. Y de hacerlo cada vez mejor.
Cuando nos enfocamos en la competencia como guerra (no como opciones), puede que nos vaya bien, que ganemos, que seamos el equipo festejando después de los penales. Pero en cualquier caso (victoria o derrota), estaremos gastando una cantidad innecesaria de energía que podríamos dedicar a perfeccionarnos en aquello que nos gusta hacer y que hacemos bien. Aquello que puede satisfacer las necesidades de alguien. En definitiva, aquello que nos va a permitir ganar, sin tener que derrotar a nadie, porque la vida no es como el deporte.