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El antídoto

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Me gano la vida hablando y escribiendo sobre empresas.  En realidad no la gano, la vivo, porque esto es lo que más me gusta hacer.  

Como se pueden imaginar, conozco muchas empresas.  Soy como un chico que colecciona figuritas y le encanta mirarlas y mostrárselas a sus amigos. Me fascinan y puedo hablar de ellas con más pasión que ninguna otra cosa.

Sin embargo, no me gusta cualquier figurita. Soy detallista y exigente, y sólo me emociono con las más lindas, las que son especiales.  Atesoro las difíciles y cultivo el arte de encontrarlas.

Para mí las mejores figuritas son  empresas humanas, antes que mercantiles.  Admiro a quienes hacen lo que aman y persiguen sus sueños con la ingenuidad de un niño y esa tenacidad que conmueve. Gente que elige la vida que quiere y se zambulle en la aventura de hacer de eso un negocio, aunque tenga que remar contracorriente.

Por eso cada tanto me hacen sentir un idiota. Cada tanto me cruzo con alguien que me dice, de una u otra manera, que lo que yo amo no existe. Que en los negocios se trata de hacer plata. Punto. Y que la plata siempre es un poquito sucia. Que los sueños y las pasiones los tenés que reservar para los hobbies y que la vida se trata de ir resignándose a eso. Morirse de a poquito, en cómodas cuotas. 

En algunas ocasiones (cada vez menos frecuentes), comienzo a dudar. ¿No tendrán razón los escépticos? ¿No estaré equivocado yo? El cinismo es un veneno, de los más poderosos,  y en esos momentos necesito con urgencia un antídoto, antes de resignarme y empezar a morirme de a poquito. Antes de perder la capacidad de sorprenderme y emocionarme. Porque de eso se trata la vida, ¿no? De sorprenderse y emocionarse.

El viernes pasado fuimos con unos amigos a escalar el cerro Champaquí, en Córdoba, y volví emocionado y sorprendido. No sólo porque subí una montaña y me encantó. Tampoco porque vivimos tres días en medio de un paisaje de ensueño y pudimos jugar a que éramos escaladores.

Eso nos emocionó a todos, pero creo que además me conmoví  por una de esas cosas que a mí me llegan tanto: encontré dos tipos que me dieron un ejemplo, fresquito y vívido, de lo que es vivir de un sueño. Vivir TU sueño. Perseguirlo… y alcanzarlo. Cuidarlo, nutrirlo y desarrollarlo. Ponerle ganas a las cosas y hacer de los detalles un culto y un placer.

Miguel y Mariano son los dueños de Alto Rumbo, la empresa que contratamos para hacer la excursión. No podría estar más satisfecho de haberlos elegido. Yo no me sentía mal ni me había encontrado, en los días previos,  con ningún escéptico que me inoculara su veneno, pero de todas maneras esta gente me ofreció, en esos tres días, la perfecta cura. La mezcla balanceada de imaginación, amor, pasión, energía y coraje que hace falta para vivir un sueño. Me dieron el antídoto contra el cinismo.

Dice Miguel que en Berrotarán, su pueblo, mucha gente ni siquiera entiende de qué vive. No sabe qué es el turismo aventura y no comprende por qué dejó su tranquilo y seguro trabajo de profesor.  Sé cómo se siente.   El montañismo era su hobby, su amor. Y le deben haber dicho que no se puede vivir del amor.

Miguel hizo de todo hasta que descubrió que salía el último tren para vivir su sueño, y no lo dejó pasar. Empezó tímidamente a armar excursiones guiadas al cerro, que ofrecía desde su página web, armada años antes por gusto, no por negocio.

A su socio lo encontró después, cuando ya era un guía conocido.  Mariano administraba un refugio de montaña que había reparado con sus propias manos. Lo había descubierto abandonado, en uno de sus viajes por la montaña en el camión Unimog con que hacía fletes para la gente de esa región casi inaccesible. La complementación les resultó evidente y el sueño era compartido.

Esa es la historia corta. La larga consta de miles de detalles. Supongo que de sufrimientos y de alegrías. Para mí se trató de verlos despertarse a las 6, preparar el desayuno para 13 personas, guiarnos caminando 7 horas por la montaña, volver al refugio  a preparar la merienda, luego la cena y acostarse a la una después de terminar de lavar el último plato. Para mí fue verlos reparar el tanque de agua, dar las charlas de seguridad, llevarte a los mejores rincones de la montaña (que conocen como la palma de su mano) y esmerarse hasta en preparar los postres.

Uno podría pensar que, de tanto ver empresas, se pierde la capacidad de asombrase con una nueva. Conmigo no es ese el caso. Por lo menos no con empresas como Alto Rumbo.

El domingo a la noche  volvíamos de Córdoba y en el colectivo pasaban una película mala. Un hombre se despierta y descubre que fue envenenado mientras dormía. El resto de la peli se lo pasa buscando el antídoto, mientras se muere de a poquito. Aunque me llamó la atención el argumento y era extremadamente violenta, me quedé dormido rápido y muy tranquilo. Después de todo, yo ya tenía mi antídoto.